Esa última mirada

Este relato, una suerte de "experimento costumbrista", se aleja bastante de lo que suelo escribir. Cierto que, así y todo, podría haberse colado en "El sueño del amor...", pero lo escribí tarde, con aquel libro ya publicado. En fin, como quedó solo y suelto, se los ofrezco acá.

CUENTOS INÉDITOS

3/2/20259 min read

Héctor era uno de esos hombres genéricos, semejantes a una remera lisa o a un vaso de agua: uno de esos entes del universo que simplemente están ahí, sin molestar ni emocionar a nadie. En el barrio le aplicábamos la frase con que se suele resumir a ese tipo de personas: “Es un buen tipo”, decíamos sobre él, y al instante desviábamos la charla hacia el fútbol, la política o el precio del morrón.

Imagínense nuestra sorpresa cuando nos lo cruzamos, bajo el pálido sol de una tarde otoñal, junto a la hembra más deseada del barrio y de los barrios vecinos. Marla, se llamaba ella: una morocha más caliente que un meteorito al horno, dotada de una curvilínea estructura que debió de ser obra del mismísimo Satanás, porque a ningún Dios decente se le hubiese ocurrido lanzar al mundo una tentación así.

Esta historia sucedió en los años noventa. En aquel tiempo, ella andaría por los treinta y cinco. Ya en el tranco y en la mirada se le notaban las ganas de colgar los guantes, o más bien la lencería y el rímel, y abandonar la joda. Marla estaba a punto caramelo para que el cuarentón y buenazo de Héctor se la levantase, acababa de entrar en esa etapa de su vida en que consideraría darle bola a un tipo como él. Harta de su séquito itinerante de espartanos de la noche —musculosos que regenteaban casas de tatuajes o boliches, que comerciaban jeringas en los baños, que coleccionaban deudas, peleas y cicatrices— ella buscaba algo diferente. Algo serio.

Y, para eso, necesitaba a un buen tipo.

Héctor no era millonario, pero gozaba de una buena posición económica. Por lo dicho antes, el lector inferirá que daba con el perfil de padre de familia, de varón proveedor.

Así, durante un par de años —que quizás llegaron a tres, no lo recuerdo ni tiene importancia—, Marla pareció sobrellevar muy bien su nueva vida junto a “Hetitor”. En ese apodo de peluche ya se olisqueaba el cruel desenlace. Y juro que a los malos augurios que yo compartía con los muchachos no los motivaba la envidia. Como todo buen tipo, Hetitor nos caía bien, o por lo menos no nos caía mal. Qué sé yo: no nos caía.

Durante la primera fase de ese noviazgo formal, Marla sufrió lo que mi amigo El Laucha, autoproclamado conocedor del alma femenina, llamaba “Giro arquitectónico”. Es decir, empezó a hablarle a todo el mundo de sus proyectos con Hetitor, y a trazar los planos en el aire:

—Cuando a Hetitor lo asciendan, nos casamos. Y seguro nos vamos a General Rodríguez, o algún lugar así, más tranquilo. Acá hay mucha inseguridad y mucha locura. Queremos que los hijos que tengamos crezcan en paz.

Ruben, otro amigo y un tenaz practicante de la psicología de cafetín, afirmaría años después que cuando Marla hablaba de “paz” para sus futuros hijos se refería, inconscientemente, a la paz que no podía encontrar ella.

En cuanto a Hetitor, nadie le sacará nunca esos dos —o tres— años de felicidad. Se desvivía por Marla: la llevaba a comer, la trataba como a una diosa, no la celaba en exceso, se acordaba de todos los aniversarios y de todos los detalles. Era El Ejemplo, el listón que nuestras efímeras novias utilizaban para rebajarnos a nosotros, manga de vagos sin futuro.

Pero El Laucha ya nos lo había advertido, una vez, en el billar de la esquina: las mujeres son capaces de tolerar o incluso amar los más viles defectos de un hombre; la perfección, en cambio, no les merece piedad alguna. Si Hetitor hubiese llegado tarde alguna noche, o lanzado algún grito de más, o pateado la puerta durante alguna de las escasas peleas maritales; si Marla hubiese recibido al menos alguna pequeña dosis de los dulces venenos del pasado, algún vertiginoso anticuerpo de locura que la protegiera del virus de la nostalgia, del síndrome de la pantera encerrada en el zoológico… Pero no, no hubo nada de eso. Y me imagino a Marla en la cama junto a su novio dormido, ella con los ojos abiertos de par en par después de haberse resignado por enésima vez a la posición del misionero. Acaso extrañaría el pucho —hasta de ese gusto me privé, se diría a sí misma—. Acaso se sentiría condenada a la placidez de ese incorregible buen tipo, que no respondería a ninguna de sus sutiles aunque cada vez más evidentes provocaciones —hoy me quedo con las chicas, no me esperes despierto—. Sí, Hetitor seguro que no reaccionaba mal ante nada. Mejor dicho: no reaccionaba, ni bien ni mal. Y mientras les cuento esta historia me la sigo imaginando a ella en aquel entonces: enferma de cariño y de luz solar, cada domingo tomando mate en la misma placita del orto; me imagino a Marla chapoteando sus días en el almíbar de esa empatía previsible, y su hermoso cuerpo masticado por las pirañas de la repetición. Y para colmo ese cuerpo —a pesar de la genética privilegiada y de las excursiones al gimnasio, a pesar de los sinuosos trazos con que lo había concebido El Maligno— ya daba señales de envejecer. Y nadie quiere que los últimos cartuchos se le pudran en la recámara.

Y fue precisamente en el gimnasio —Marla gustaba de los clichés, acaso porque ella misma encarnaba uno—que el anunciado destino se hizo presente.

Llegó bajo el disfraz de Julio: un abogado cuarentón, en aceptable forma, y que —a ojos de Marla— le sumaba a su capacidad objetiva como macho proveedor ciertas reminiscencias psicológicas de aquellos espartanos nocturnos. Los espartanos, en el recuerdo de ella, no habían envejecido. Tampoco los habían encerrado en Devoto, ni habían muerto de sobredosis, ni nada de lo que probablemente les sucedió en la vida real. Tumbados en el hotel alojamiento de la memoria, se conservaban tan rocosos, erectos y expectantes como en los viejos años de gozoso delirio, cuando algunos llegaron hasta a agarrarse a trompadas entre ellos para disputársela a Marla. Y si bien Julio no parecía propenso al duelo físico, sí sabía aniquilar a sus enemigos en los tribunales: razonable y suficiente extrapolación para ella, a la que sus sueños de casarse con Hetitor ya le provocaban pesadillas.

Pedaleando contra el tiempo se conocieron los dos, mientras Marla fingía ignorar como se graduaba la resistencia de bicicleta fija y él fingía ayudarla de puro buen tipo. Pero ella, con su ojo de lince, habrá sabido desde el primer vistazo que Julio, gracias a Dios, no era un verdadero buen tipo.

Y, para colmo de bienes, era divorciado.

Tras un cauteloso período de prueba y una emocionante sucesión de escapadas y mentiras, ella se dio cuenta de que la relación con Julio sí que funcionaba.

Por supuesto que lo dejó a Hetitor.

Y Hetitor se arrancó la piel de peluche, y empezó a volverse un tipo interesante. Primero, se pasó meses enteros casi sin salir de la casa. Después, sólo abría la boca para escupir palabras de rencor:

—Nunca más me dejo engatusar por una turra así. Ya me va a conocer. Ya lo va a conocer al boludo de “Hetitor”.

Y así como una mujer desflorada a una avanzada edad a menudo le toma el gusto a la cosa y decide recuperar el tiempo perdido mediante desenfrenadas maratones lúbricas, Hetitor sacó boleto desde la estación de Buenos Tipos y se bajó directamente en Reventolandia. Nosotros pensamos que era una etapa. Otro cliché: el del abandonado que trata de tapar su infierno mediante paraísos artificiales. Hasta al Rodo, mi amigo más borracho, le daba asco y casi indignación cruzárselo al mediodía con tufo a vodka o a whisky nacional. De noche, veíamos entrar a su casa a mujeres a las que se les notaba desde lejos la profesión, y los vecinos más próximos —que por piedad no lo denunciaban— debían intentar dormirse al ritmo de la cumbia, que sonaba aun a las horas más intempestivas.

Pensábamos que era su forma de afrontar la pérdida, y que ya se le iba a pasar.

Mientras tanto, nos llegaban algunas noticias de Marla, que ahora vivía en Palermo. Chismes diligentemente traídos por conocidas de nuestro barrio que desde siempre le habían envidiado la belleza. Nos contaban que al final el boga resultó ser bastante chanta, y que en cualquier momento se pudría todo. Nosotros replicábamos que todas las relaciones de Marla anteriores a Hetitor habían consistido básicamente en eso: relaciones que siempre están a punto de pudrirse, pero que siguen adelante a pesar del hedor, sostenidas en el axioma de “No hay mal que no cure un buen polvo”. Y más si el polvo viene después de una estimulante pelea, y se lo condimenta con porros y con bebida.

                                                                            ***

El tiempo pasó, tal cual es su costumbre. Y ese invierno, bajo la semioscuridad de las siete de la tarde, El Laucha y yo lo vimos a Héctor saliendo de su casa.

Él no nos veía a nosotros, que estábamos ahí esperando no sé a quién, supongo que para ir al bar. Héctor miraba al cielo como encomendándose, mientras se palpaba la parte inferior del abdomen. Un bulto sobresalía de la remera. Y cuando se la levantó nos dimos cuenta de lo que escondía el bulto. No tanto por lo que nuestros ojos alcanzaron a observar, sino por ese modo inconfundible en que se sostienen las armas.

En la calle, un taxi aminoraba su velocidad. Hetitor se bajó la remera muy rápido, nervioso, y se acercó al coche.

—La va a matar —me gritó El Laucha en un susurro—. Se va a ir en el tacho hasta donde Marla vive con el otro, y la va a matar. Y por ahí lo liquida al boga también.

Dos —o tres— segundos de silencio. El taxi acababa de frenar del todo.

—¿Y qué hacemos? —le dije al Laucha. Debí de sonar como un idiota, o como un chico aterrado.

—Si querés, andá vos a jugar al héroe. Yo ni en pedo.

Nunca tuve madera de héroe, aunque siempre fui bastante curioso. Así que al otro día me dediqué a sacarle charla a Pedrito, el que atendía la parada de diarios, para leer los titulares de garrón.

Mientras Pedrito adjetivaba a la madre del árbitro que había dirigido el último partido de Independiente, descubrí la foto de Marla bajo unas letras gruesas y negras. Según el titular, había sido asesinada. Pero había un problema. Un problema de índole gremial:

                                               ABOGADO ASESINA BRUTALMENTE A SU PAREJA

En esa época salvaje no existía la palabra “femicidio”, y la vida de un hombre y una mujer valían igual. Pero no fue la ausencia de femicidio lo que me sorprendió —hubiese resultado anacrónico—, sino la profesión que se le atribuía al asesino. Sin dudas, Héctor no era abogado.

Y ahí recordé que Julio sí.

Contra mis principios, pagué por el diario y me lo llevé. Los nombres impresos en la noticia confirmaron mi fácil inferencia. Aquella relación no se había roto, sino más bien desgarrado: cuarenta cuchilladas del boga le ahorraron a Marla el insulto de la vejez.

                                                                                 ***

Tardamos algo así como una semana en volverlo a ver a Héctor. Lucía más calmado durante aquella tarde consecuentemente helada, y un invisible grillete de tristeza aletargaba sus pasos. Yo compartía un whisky con El Laucha y con Ruben, los tres demorándonos en nuestro habitual ejercicio de la nada.

Al fin, nos animamos a acercarnos a ese que un día fue Héctor, después Hetitor, y ahora una sombra.

No tenía sentido enmarañarnos en prolegómenos: le dije que El Laucha allí presente y yo lo habíamos visto subiendo al tacho con el fierro.

Para nuestra sorpresa, no atinó a negar nada:

—La iba a matar, muchachos —dijo—. La iba a matar a esa turra.

Nos quedamos mudos. Acaso para llenar el silencio, Héctor nos dijo lo que ya sabíamos:

—Pero el otro la mató antes.

Más silencio. Hasta que me atreví a hablar:

—Te salvó, Héctor. Si no se te adelantaba, el que terminaba preso eras vos. Ahora estarías duchándote con veinte forajidos, rogando que ninguno te tirara un jabón a los pies.

Héctor miró el cielo gris, el mismo gesto de aquella noche. Me dio la impresión de que se había olvidado de nuestra presencia:

—Él fue más rápido —dijo, sin apartar la mirada del cielo—. Él fue más.

Y enfilo para la esquina del billar. Nosotros tres lo seguimos con la mirada hasta que dobló. Por primera vez, Héctor se nos antojaba interesante. Quizás demasiado interesante.

—No entiendo —dijo Ruben, meneando la cabeza. Y después agregó, con su habitual pragmatismo—: una casualidad increíble lo salvó de su propio ataque de locura. De milagro, el boga enloqueció un rato antes, y le hizo el laburo sucio. ¿De qué se queja?

Y El Laucha, más inspirado que nunca, aclaró las cosas:

—¿No te das cuenta, Ruben? El otro le echó el polvo final, y le aplicó la penetración última. El otro le vio los ojos muertos, y se quedó con esa mirada. El otro fue quien se quedó con lo único que Marla no le había concedido a ningún hombre. El otro, de alguna manera, le volvió a soplar la mina.

Ruben, quizá para no escuchar más argumentos, puso cara de haber entendido. Yo tampoco dije nada.

Y así, sin decir nada, nos fuimos caminando hasta el billar.